Réquiem a la lucidez

Son los años los que me tienen aquí, encerrado, en un cuarto frío, solo y en una vana espera de una mejora. Podía escuchar a los niños y a los pájaros afuera; los veía a través de las ventanas, las cuales estaban custodiadas por toscos barrotes.
Fue la infelicidad lo que me trajo aquí, el haber jugado con piedras dentro de la boca como si fuesen anagramas socráticos, como insultos del mismísimo Nietzsche para Salomé y Rée. El haber tenido más de una civilización apocalíptica en la cabeza, el haber desfigurado los tejidos sociales en mi mente como lo hacía con los legos cuando era tan sólo un niño curioso.
Mi ansiedad me condenaba poco a poco mientras me cocía a fuego alto... ¡y yo sin notarlo!
Nunca quise terminar aquí, pero al parecer no hubo otra alternativa. Era la llamativa solución anunciada en publicidad de un periódico lo que me trajo a este lugar. Éste es el sitio al que vienen todas las almas gastadas en búsqueda de retar al padre tiempo y, no rogarle, sino exigirle que no lleve de una buena vez.
Justo ahora me encuentro recostado en la espera de mi turno. No soy la única persona en el cuarto; la sala está llena y aún así me siento más solo que nunca. Todos eran, o son por el momento, parte del vulgo. Lo puedo ver en su partida. Su rostro pida la misma piedad que siempre han suplicado. Las lágrimas de sus ojos los delatan. Gritan. No aceptan la senda que es imposible evitar recorrer.


Ya ni siquiera sé si quiero seguir aquí y terminar como todos estos pusilánimes acaban. Me asqueo con la simple idea de estar junto a ellos. Intentaría suicidarme si finalizara de la misma manera pero me sería imposible.
Ya faltan pocas personas para mi turno, él está vestido de blanco, tiene un aire relajado, reflejando paz, y su enorme cuerpo de justiciador despide un fortísimo olor a incienso. Opté por resignare y por aceptar lo que había decidido en un principio.
Recuerdo con gran disgusto todo lo que me trajo aquí. Siento un enorme desprecio hacia quien me tapó los ojos, aunque haya sido tan sólo por un momento, por una centésima de instante, a quien me hizo creer que era diferente a todo el vulgo que está de plaga por toda la superficie terrestre, pero sobre todo, hacia mí.
Mi turno al fin... Él se paró al lado de la cama en la cual yo estaba acostado, me pidió de una manera amable que intentara relajarme -no podía hacer nada ya, no tenía caso estar tenso de todas formas- y me tomó por el cuello. Yo sólo cerré los ojos.“Listo” escuché. Entonces los abrí, lo primero que vi fue el abanico y la lámpara que estaban colgados justo arriba de mí. Sentí un gran frío recorriendo todo mi cuerpo, desde el corazón hacia las extremidades y de repente quedé completamente inmóvil... había alcanzado la paz por fin.
Ésto fue lo último que pude percibir, todo lo demás no importa.

Despertando

Esta vez aprenderemos
de los sueños nuestros.
Toda nuestra historia
reducida quedará
a las más falsas ideas
del mundo del “tú” y del “yo”.

Serás, para mí, una chica
que vi algún día en un bar,
la chica con quien soñé,
con quien aluciné,
con quien fantaseé.
A quien tenía entre mis brazos,
bueno, al menos eso soñé,
con quien se me hizo fácil,
por un tiempo, ser feliz.
A quien le atribuyo
el hecho de mi sonreír.
Y serás, para mí,
sólo una comedia
terminada en tragedia,
quien me paraliza
en su último acto.

Y para ti sólo seré...
¿yo qué sé en realidad?
Unicamente un frustrado
escritor que viste algún día,
solitario, en una plaza,
un bohemio que viste morir.

Piel forastera

Son dos amantes que
pretenden arder;
son amantes
tan disparejos,
uno es fuego abrasador
y el otro cristal ártico,
uno es el mar más turbio,
y el otro, el mar muerto.
Uno, tan blasfemo,
irreverente y lleno de locura,
y ella tan púdica que
nunca se conoció su verdad.
Él era ave, con alas
viejísimas, pero era ave,
y ella... bueno, no lo sé,
nunca lo dejó ver sus
alas, sus aletas, escamas
y mucho menos su piel.
Eran dos amantes
que pretendían arder
y al final, fueron
incinerados por la verdad.

Cielo II

¿Por qué he
de creer en
algún Edén
si ya tengo
el mío?
Pequeño, pero
seguro y mio,
en lo que
acostumbro llamar
averno o invierno.